Me pasé días, semanas y meses enteros preguntándome como
sería ver ponerse el sol al horizonte sobre el mar. Mi cabeza hacía cábalas una
y otra vez, y todo porque yo vivo en la llanura, rodeada de tierras fértiles
aunque secas durante el verano. Buscaba incesantemente la compañía adecuada
para poder desplazarme hasta el lejano mar y admirar aquella estampa, pero
siempre me era negada. No entendía por qué nadie se prestaba a acompañarme, por
qué ese afán por ocultarme aquella belleza, por qué esa obsesión por encerrarme
en mi casa y mantenerme el mayor tiempo posible allí. Pensé que tal vez todo era una maniobra bien forjada para que
yo no me desilusionase al ver que aquel atardecer soñado no era tan bonito ni
impresionante como yo creía. Otras veces
pensaba que sólo intentaban hacerme daño impidiéndome disfrutar de ese sueño
que tenía.
Di vueltas, vueltas y más vueltas, y cualquier conclusión a
la que llegaba era peor que la anterior. Al final decidí que lo mejor era
olvidarme de aquel sueño, dejar que ocurriese si es que tenía que ocurrir, no
forzar la situación y no desesperarme más.
Hasta que llegó el día, algo premeditado por cierto, en el
que algunos amigos me invitaron a acompañarles a un pueblo costero. La emoción
recorrió todo mi cuerpo, pensé que esta vez si, se haría realidad mi sueño. Y
así fue, el mismo día de llegar a aquel lugar, me fui directa a la playa, una
cala preciosa, y me senté a esperar que ocurriese lo que tantos años llevaba
esperando. Todo fue mucho más maravilloso de lo que jamás hubiera imaginado,
jamás olvidaré el color rojizo del cielo reflejado sobre la inmensidad del mar.
Y ahora me pregunto ¿si todo era tan perfecto, por qué tuve que esperar tanto
tiempo para contemplarlo?